domingo, 15 de diciembre de 2013

LA REVOLUCIÓN DE LAS TRUFAS



Hace unos días hice una buena remesa de trufas caseras -que, no es por decirlo, pero me salen de rechupete- y decidí que iba a repartirlas entre esa gente que silenciosa, esos que están a nuestro alrededor, y que nos hacen la vida más fácil, más amable, aunque rara vez nos acordemos de la persona que hay detrás. Cuando una ha trabajado de cantante de orquesta de fiesta mayor sabe de lo que habla.

Así que un lunes por la mañana fui caminando de mi casa al trabajo con mi bandeja de trufas y las primeras cayeron en las manos de Paco, el señor de la tienda de pinturas y en las de su hija que correteaba por allí; unos metros después, Manolita la pescatera y su marido sólo quisieron coger una porque tenían que vigilar su peso, justo lo contrario que Marina la panadera, que la devoró casi con fruición. Al llegar a mi trabajo Paco, el conserje, tomó una con un ligero refunfuño amable –muy al estilo granadino- quejándose del tamaño XXL de aquellas trufas. Poco después, en la administración, fui testigo con agrado de cómo Francisco y Marian, los secretarios más eficientes de todos los tiempos, se les iluminaba la cara con su ración de chocolate… Cristina, Fina, Elisa, Rosa, Adrián… Secretarios, gerentes, cobradores... Ya, para finalizar aproveché que las cuatro chicas de la limpieza estaban haciendo su cafelito de descanso y se los endulcé un poco.

Me pareció muy curioso que todos se sorprendieran ante la ausencia de un motivo claro por el que una persona llega un día cualquiera y regala un poco de alegría. Lo cierto es que ese día insuflé un poco de dulzura en el mundo. Ese día me dio la sensación de que no es tan complicado provocar sonrisas, repartir felicidad –al estilo low–cost del calvo de lotería de Navidad-. Imaginaros el desafío mundial que puede suponer eso: iniciar la revolución de las trufas. Escoger un día cualquiera al año y dedicarse a repartir alegría –cada uno a nuestra manera-. ¿No podríamos cambiar el mundo?

Si algo aprendió Max Costa en cincuenta años de rodar por toda clase de sitios, es que los subalternos son más útiles que los jefes. Por eso procuró siempre estrechar relaciones con quienes de verdad resuelven problemas: conserjes, porteros, camareros, secretarias, taxistas o telefonistas. Gente por cuyas manos pasan los resortes de una sociedad acomodada. Pero tan prácticas relaciones no se improvisan; se establecen con el tiempo, sentido común y algo imposible de conseguir con dinero: una naturalidad de trato equivalente a decir hoy por mí, mañana por ti, y en todo caso te la debo, amigo mío. 


El tango de la guardia vieja. Arturo Pérez-Reverte

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